martes, 28 de mayo de 2013

La crisis parece ineludible


El 25 de mayo se festejó el 203º aniversario de la revolución de mayo. El oficialismo aprovechó la oportunidad para festejar también la “década ganada”, en referencia a los diez años que lleva como gobierno. La designación obviamente intenta reflejar que —a diferencia de los magros resultados de la “década pérdida” de los ochenta— durante su gestión se registró un importante progreso económico y social. La evaluación surge de comparar la situación actual con la existente en 2002, cuando Argentina estaba sumergida en lo peor de la crisis de la convertibilidad.
Me animaría a decir que la mayoría de los analistas económicos discrepa con este juicio. Cuesta encontrar hoy en Argentina a un/a economista que no trabaje para el estado y pondere tan alto a la gestión económica. El grueso de la profesión prefiere más bien hablar de la “década desperdiciada”. La percepción dominante es que los errores de política han implicado crecientes costos de oportunidad, los cuales se seguirán pagando hasta 2015, cuando un nuevo gobierno encause la economía. Comprendo esta evaluación, pero me parece anacrónica. El problema de la economía argentina ya no reside en la oportunidades que se pierden, sino en los desequilibrios que se acumulan y en la crisis que se está incubando.

Déjenme empezar explicando la situación que vivimos. Argentina transita un sendero estanflacionario (estancamiento y alta inflación), encorsetada por una política económica basada en controles a las importaciones y a la compra de dólares. Estas medidas se implementaron para detener la fuerte caída de las reservas del banco central iniciada durante los meses previos a la elección presidencial de 2011. Toda elección genera incertidumbre, sobre todo en países como Argentina, con instituciones débiles e historia de bruscas oscilaciones en materia de política económica. Es natural, en esos contextos, que el público prefiera orientar su portafolio financiero hacia opciones más seguras como activos externos (dólares).  Pasada la elección y disipada la incertidumbre, la demanda de activos externos debería ceder, salvo que algún fundamento económico continúe desalineado. La percepción de la gente en 2011 era que la economía estaba cara en dólares, que la tasa de inflación mayor a la de devaluación del peso acentuaba el atraso cambiario y que más temprano que tarde el tipo de cambio tendría que corregirse al alza. La elección de octubre simplemente funcionó como elemento coordinador de las expectativas de que la corrección devaluatoria —por impopular— se haría luego de las elecciones. Previendo la suba, la gente intentó anticiparse y comprar divisas antes de que subiera el precio. Ni cultural, ni conspirativo; simple cálculo económico. Cuando Cristina Fernández ganó las elecciones con el 54% de los votos, desapareció la incertidumbre política pero el problema cambiario siguió inalterado por lo que el exceso de demanda de dólares no se detuvo.

El gobierno podría haber intentado corregir el exceso de demanda con una devaluación. Dado el contexto y el modo en que se hubiera implementado, una devaluación hubiera acelerado la inflación, reducido los salarios reales y contraído el nivel de actividad y empleo. En otras palabras, la corrección del desalineamiento cambiario hubiera implicado un ajuste del salario real y una caída del empleo.

Hago aquí una parada técnica que puede irritar al lector progresista. En contextos como el de fines de 2011 en adelante, la corrección a la baja del salario real —o lo que es igual, la corrección al alza del tipo de cambio real (TCR)— no es cuestión de preferencias ideológicas, sino el resultado del propio funcionamiento de la economía. Un TCR bajo o apreciado significa que el nivel del salario real está por encima de lo que soporta la economía, dada su productividad y el flujo de financiamiento externo que recibe. En otras palabras, un salario real excesivamente alto da lugar a un nivel de gasto que genera una necesidad de financiamiento externo mayor al que los mercados financieros están dispuestos a brindar. En situaciones como esta, hay mayormente dos opciones: o se logra dar señales a los mercados de que el financiamiento del gasto doméstico es razonablemente seguro y aumentar así la entrada de capitales; o se tiene que reducir el gasto vía una devaluación y caída del salario real. No se puede gastar lo que no se tiene, ni lo que no le prestan.

Desprovisto de la posibilidad de conseguir financiamiento externo e ideológicamente en contra de cualquier tipo de ajuste, el gobierno optó por una tercera opción: la implementación de controles. El problema es que éstos no solucionan el problema original del atraso cambiario. Al tipo de cambio oficial vigente y sin restricciones a la compra de divisas, el banco central sufriría una pérdida sostenida de reservas, que lo forzaría finalmente a devaluar. En otra nota, llamé a la estrategia del gobierno macroeconomía populista, la cual típicamente se basa en controles en los mercados de bienes y cambiario que procuran evitar el ajuste de salario real y la corrección del TCR. La motivación puede ser moralmente justa; el problema es que los controles no sólo no corrigen el desequilibrio de base, sino que lo exacerban, haciendo que la corrección se dé en forma de crisis con costos políticos, sociales y económicos mayores a los que se querían evitar. Habiendo pasado un tiempo desde que escribí aquella nota, creo que la crisis es inevitable.

En primer lugar, tengo la impresión de que el gobierno no es consciente del problema. Es sabido que la conducción de la política económica recae en la presidente. Sin ánimos de ofender, la presidente no sabe de economía. A juzgar por sus declaraciones recientes, tampoco creo que los funcionarios económicos perciban el problema. A lo largo de esta década, se ha escuchado con insistencia el aforismo que reza: “este gobierno subordinó la economía a la política”. El marco conceptual detrás de esta máxima concibe al funcionamiento de los mercados más bien gobernado por acciones estratégicas y/o conspirativas de corporaciones, que por decisiones descentralizadas de individuos dispersos. Difícilmente pueda comprenderse el desequilibrio macroeconómico actual a través de estos lentes.

Aún cuando el gobierno cayera en cuenta de los peligros que enfrentamos, dudo que intente resolverlos. El ajuste del gasto privado —y del sector público, si se quiere corregir también el despilfarro de los subsidios al consumo de transporte y energía de las clases media y alta— será muy impopular. ¿Cómo creer que el gobierno lo vaya a hacer ahora, cuando empieza el ocaso de su poder político, si no estuvo dispuesto a hacer un ajuste inferior, después de ganar las elecciones con el 54% de los votos, con 37 puntos de distancia respecto al opositor más votado y con el margen de 4 años de gobierno por delante? ¿Cómo esperar un ajuste de un gobierno que se cansó de descalificar a los gobiernos precedentes, al de los de Estados Unidos y los de Europa por practicarlos? ¿Cómo esperar un ajuste de un gobierno que construyó una identidad política en base a su rechazo?

Pero démonos una chance e imaginemos, por último, el improbable caso en que el gobierno reconozca el problema e intente resolverlo.  ¿Podría evitar un ajuste caótico? Economistas que merecen todo mi respeto sostienen que el TCR no necesariamente está apreciado y que, por lo tanto, el ajuste del salario real y el gasto privado es evitable. Su argumento es que con el actual nivel de TCR, sin restricciones a las importaciones y con un ritmo de crecimiento razonable (4%), Argentina tendría un déficit de cuenta corriente moderado (2-3% del PIB). Dados los fundamentos macroeconómicos —bajos niveles de deuda externa y pública, altísimos términos de intercambio y bajísimas tasas de interés internacionales— un déficit externo de ese orden sería fácilmente financiable si el gobierno siguiera una política económica más convencional. No tengo dudas de que con un gobierno que respete y proteja los derechos de propiedad, no altere las estadística públicas, propicie subas salariales acordes con las ganancias de productividad, maneje la política fiscal prudentemente y designe a un banco central que mantenga tasas de interés reales positivas y tenga una verdadera vocación de controlar la inflación, no habría dificultades para financiar un déficit de cuenta corriente de 2-3% del PIB. Dicho de otro modo, si se piensa a la Argentina con sus actuales fundamentos macroeconómicos y conducida por un gobierno no muy distinto de los de Brasil, Uruguay, Chile, Perú y Colombia, la situación sería muy similar a la de estos países; vale decir, estaríamos preocupados por cómo detener la apreciación nominal del peso en vez de su depreciación. En tal escenario, los problemas macroeconómicos no serían el ajuste y la crisis, sino cómo ordenar gradualmente la cuentas publicas y reducir la inflación manteniendo el nivel del TCR en los niveles actuales. La pregunta clave es: ¿puede el gobierno de Cristina Fernández desandar su derrotero populista y virar hacia una orientación similar a la de sus pares latinoamericanos? Me cuesta imaginar un escenario en el que aún con voluntad, el gobierno pueda encarar semejante transformación de manera creíble.

Sólo para ilustrar las dificultades que un cambio como ese implicaría, advierto que entre sus primeras medidas el gobierno debería normalizar el INDEC y cambiar al equipo económico. Un país que pretende acceso al financiamiento externo necesita tener estadísticas confiables y un equipo económico que goce de una credibilidad que el actual ya carece. ¿Estaría dispuesto el gobierno a menos de dos años de terminar su mandato y jaqueado por denuncias de corrupción a pagar el costo político adicional de admitir que desde 2007 las estadísticas oficiales subestiman la inflación y sobrestiman el PIB sistemáticamente y por amplio margen? ¿Cuántos profesionales estarían dispuestos poner en juego su prestigio profesional y aceptar la invitación de una administración que se ha caracterizado por degradar el conocimiento técnico y el poder de decisión de sus funcionarios? ¿Quién aceptaría ser parte de un gobierno del que fue crítico y que sólo cambia forzado por las circunstancias y con la esperanza máxima de evitar una crisis? ¿Cómo sería la gobernabilidad? ¿Cómo se comportaría la oposición peronista y no peronista? ¿Cuán creíble serían las nuevas medidas de un gobierno en ese contexto?

El análisis de estos escenarios me lleva a pensar que el gobierno seguirá por la senda en la que está metido, cuyo destino es una crisis devaluatoria. Dejo para otra nota una descripción más precisa de cómo se desarrollaría. Demasiadas malas noticias por hoy. 

jueves, 28 de marzo de 2013

Macroeconomía del populismo: ¿otra vez sopa?


La noción de populismo económico es muy conocida en América Latina. El artículo de Adolfo Canitrot fue pionero en análisis del fenómeno en Argentina. Otra contribución influyente es el libro editado por Rudi Dornbusch y Sebastián Edwards. No creo que todos los episodios históricos a los que Canitrot, Dornbusch y Edwards se refieren deban considerase populistas. Existen matices importantes que los distinguen y que demandan diferentes etiquetas. Pero no es esto lo que quiero discutir en estas líneas. Para ahorrar discusiones semánticas y siguiendo la tradición de estos autores, permítanme definir populista a la política económica que —en aras de mejorar las condiciones de vida de los más humildes— genera y luego exacerba inconsistencias que eventualmente derivan en una eclosión del esquema implementado. A riesgo de simplificar excesivamente, tomo como política económica populista a aquella que —vía un alza excesiva del salario real y del gasto público— provoca un exceso de demanda generalizado que deriva en presiones inflacionarias y tensiones en las cuentas externas. La intervención populista no termina allí. La noción de que el nivel de salario real conseguido es moralmente justo y que su mantenimiento depende esencialmente de voluntad política lleva a las autoridades a intentar corregir los síntomas emergentes —aceleración inflacionaria y escasez de dólares— con controles. Se congelan los precios en las góndolas, se prohíbe la compra de divisas extranjeras al precio oficial y se obliga a exportadores e inversores a desprenderse de sus divisas a dicho precio.

Por muy justa que sea y por más voluntad que se le ponga, una medida de política no necesariamente es eficaz en cumplir su objetivo. La eficacia de una medida depende del apego a un principio básico: ésta debe ser capaz de inducir a los agentes a tomar decisiones en la dirección deseada por las autoridades. Ninguna política es efectiva si descansa sobre la premisa que el objetivo perseguido se logrará mediante decisiones que son perjudiciales para quienes las toman.

En el caso populista, la imposición de controles equivale a pedirles a productores y exportadores que vendan a precios que les generan muy baja rentabilidad o incluso pérdidas. Equivale también a forzar a la parálisis a quien requiere divisas para realizar su actividad y no accede al mercado oficial de cambios. No es difícil advertir que en estas circunstancias los agentes afectados tienen incentivos a retirarse del mercado. ¿Para qué realizar una transacción en la que pierdo plata? Los controles entonces terminan debilitando o destruyendo los mercados existentes y fomentando la creación de otros: los mercados negros. La mayor incertidumbre generada por las decisiones discrecionales y la precariedad institucional de los mercados negros afectan la capacidad de planeamiento y el desarrollo de las transacciones, afectando negativamente el nivel de actividad y empleo. Es por eso que los episodios populistas derivan en un comportamiento cíclico: luego del impulso expansivo inicial, la economía entra en una fase estanflacionaria. El desenlace depende crucialmente de la intensidad del desalineamiento de los precios relativos y de los márgenes de maniobras con que cuentan las autoridades para corregirlos. Por ejemplo: de la brecha entre el precio oficial y paralelo del dólar y, por otro lado, del nivel de reservas internacionales del banco central y el stock de activos domésticos que “involuntariamente” ha acumulado el sector privado durante el período de control. En la mayor parte de los casos latinoamericanos estudiados, la resolución de los desequilibrios tomó una forma traumática, con una fuerte suba del precio oficial del dólar, aceleración inflacionaria y fuertes caídas del salario real, nivel  de actividad y empleo.

Toda asociación de lo hasta aquí discutido con la actual situación económica en Argentina no es casualidad. En mi evaluación, la política económica de la actual administración ha seguido —especialmente desde la victoria electoral de octubre de 2011— una ruta cada vez más parecida a lo que describí como populista. ¿Como seguirá esta experiencia populista?

Empecemos por el mercado de bienes. A pesar de algunas noticias aisladas, el reciente congelamiento de precios no pareciera haber ocasionado dificultades en el abastecimiento de productos en las góndolas. Esto puede deberse a que todavía es muy prematuro para notarse o que los controles no son tan férreos como se busca. De cualquier modo, me cuesta imaginar que se generalicen mercados negros de bienes. En primer lugar, el alto grado de concentración en la comercialización de productos facilita la capacidad de control y también la posibilidad de encontrar acuerdos que eviten desabastecimientos. En segundo lugar, es difícil imaginar que la eficiente cadena de comercialización que se ha ido construyendo a lo largo de varias décadas pueda ser rápidamente sustituida por otras redes. ¿Si los poderosos supermercados no logran convencer” a sus proveedores sobre las nuevas condiciones de precios, en qué bocas alternativas colocarán éstos sus productos? Tercero, sería realmente suicida que el gobierno no modifique el rumbo si el riesgo es acrecentar el malhumor social con problemas de desabastecimiento. Por último, las experiencias populistas del pasado han mostrado que los problemas de desabastecimiento en los mercados de bienes surgen en el estadío final del ciclo populista, una vez que las tensiones en el mercado de cambios han alcanzado niveles críticos. Pasemos entonces al análisis de este mercado.

Las experiencia argentina reciente, la venezolana con Chávez y otras del pasado muestran que la brecha entre el valor oficial y el paralelo tiende a incrementarse en el tiempo. La incertidumbre generada por los controles sesga las decisiones de cartera del sector privado a favor del activo percibido como seguro (el dólar). Cabe esperar entonces que, de mantenerse y/o intensificarse los controles, la brecha siga ensanchándose. Con una brecha creciente, los incentivos en el mercado oficial se orientarán a reducir la oferta y a aumentar la demanda de dólares. No sorprendería entonces que se multipliquen las prácticas de postergación (y/o subfacturación) de exportaciones y anticipación (y/o sobrefacturación) de importaciones para fugar divisas. Algo de esto se observa en el crecimiento de los silo bolsa con soja. La proliferación de estas estrategias retroalimentaría el ensanchamiento de la brecha y exacerbaría el exceso de demanda en el mercado oficial y la caída de reservas.

Por otro lado, el gobierno viene manteniendo una tasa de depreciación nominal inferior a la inflación de precios y salarios. Esta estrategia ha operado como principal ancla nominal en la política anti-inflacionaria del gobierno y es la razón por la que se implementó el cepo como mecanismo de racionamiento en el mercado cambiario. Si continúa, el tipo de cambio real seguirá apreciándose. Esto tendrá un efecto negativo sobre la rentabilidad, el nivel de actividad y el empleo de las actividades transables, contribuyendo al deterioro de la balanza comercial y de las reservas del Banco Central.

Estas posibles dinámicas sugieren que el mantenimiento de los controles tenderá a reducir el flujo de dólares al mercado oficial de cambios tanto por cuenta capital como por cuenta corriente. Las reservas del banco central —que vienen cayendo desde mayo de 2012— lo seguirán haciendo. ¿Podrá escapar su destino de crisis de balance de pagos este experimento populista?

La situación actual no es apremiante. El banco central cuenta con un stock de reservas significativo y si logra hacerse de las divisas de la campaña agrícola sumará un importante flujo adicional. Los obligaciones externas para este año, por otra parte, son manejables y la propia dinámica macroeconómica discutida arriba operará en el sentido de reducir la demanda de importaciones vía menor nivel de actividad. La iniciativa y poder político de la Presidente son todavía altos. Todo esto contribuye a que la coyuntura económica sea aún manejable. Pero lo valiente no quita lo cortés: a pesar de su relativa robustez, la economía argentina transita una dinámica insostenible y potencialmente explosiva. La pregunta clave es cómo se sale de esta dinámica, que equivale a preguntarse cómo se corrigen los desequilibrios e inconsistencias en curso.

Elaborar sobre estas cuestiones excede el objetivo de esta nota y requiere además un sesudo análisis colectivo. Pero quiero cerrar con un elemento que será clave en el diseño del esquema de políticas que se implementará para revertir los desequilibrios y que encuentro especialmente preocupante: la corrección del tipo de cambio y el desmantelamiento del cepo cambiario.

La introducción del cepo forzó al sector privado —especialmente a aquellos que operan en blanco— a acumular involuntariamente activos en moneda doméstica. Los depósitos a plazo fijo en pesos, por ejemplo, aumentaron más de un 50% desde entonces. Sigamos por un momento la sugerencia de Eduardo Levy Yeyati de mirarnos en el espejo bolivariano e imaginemos que larelativa robustez de la economía argentina prolonga por unos cuantos meses más (¿10? ¿20? ¿30?) el programa populista, al costo de exacerbar los desequilibrios. Si las dinámicas descriptas siguen su curso, el gobierno (este u otro) tendrá en algún momento que corregir el tipo de cambio oficial y levantar el cepo. En ese momento, el tipo de cambio real oficial estará igual o (muy probablemente) más atrasado que ahora y el tipo de cambio real blue estará igual o (casi con certeza) más alto que ahora. Las autoridades buscarán que la corrección lleve al tipo de cambio nominal a un nivel compatible con el real de “equilibrio”. Dado el nivel de precios previo a la corrección, eso implicaría un nivel de tipo de cambio nominal entre el oficial y el blue, más cerca del primero que del segundo. ¿Cómo reaccionaría el mercado cambiario si el gobierna decidiera corregir el nivel del tipo de cambio levantando el cepo o desdoblando el mercado?

Presiento que en tal escenario la demanda de dinero se contraería fuertemente. Todos aquellos que se vieron forzados a “pesificar” involuntariamente sus portafolios intentarían revertir la composición y “dolarizarlos”.  En un contexto de incertidumbre y temor a que se produzca un efecto “puerta 12”, es muy probable una sobre-reacción en el intento de dolarizar los portafolios del sector privado. Será crucial que ante tal evento el Banco Central cuente con un stock de reservas relevante para satisfacer la demanda privada de dólares. Dudo que lo tenga. Desde que se implementó el cepo cambiario, la relación entre el M3 privado y las reservas internacionales netas de depósitos en cuenta corriente en dólares en el BCRA se elevó de un tipo de cambio implícito (o sombra) de alrededor de $/U$9  a  $/U$21. De continuar las tendencias discutidas arriba, ese ratio será todavía más alto. El gobierno perderá muchas reservas durante esta pulseada. La combinación de caída de reservas y suba del tipo de cambio nominal estimulará la corrida contra las reservas. En otras palabras, habrá un ataque especulativo a la Krugman (1979).

Dos problemas adicionales. Primero, los precios domésticos —sobre todo si los han controlado excesivamente— seguirán el alza del tipo de cambio nominal. Esto dificultaría la buscada corrección del tipo de cambio real. Si la carrera dólar-precios no se contiene rápidamente, la dinámica puede derivar en una fuerte aceleración inflacionaria. En algunas latitudes, llaman a este fenómeno hiperinflación. Segundo, ante la posibilidad de una burbuja cambiaria y de un episodio hiperinflacionario, el gobierno podría optar por dejar que las tasas de interés domésticas hagan el trabajo sucio de contener o suavizar la caída de la demanda de dinero. Para ello las tasas de interés deberán elevarse mucho. Con un sistema bancario que tiene una porción importante de sus créditos a tasa fija, este tipo de ajuste podría someter a los bancos a una situación de estrés y potencialmente desembocar en una mini crisis financiera.

Bottom line: la economía argentina transita una dinámica insostenible y potencialmente explosiva. La prolongación y el consecuente empeoramiento de las inconsistencias elevan la probabilidad de que su corrección sea traumática. No es descartable que ésta derive en crisis cambiaria, brusca aceleración de la inflación y dificultades en el sistema financiero. Tal escenario, por improbable que sea, demanda que las autoridades revean la estrategia macroeconómica en curso y empiecen a corregir los desequilibrios. ¿Lo harán?